ADRIENNE RICH: CERILLA QUE ARDE HASTA EL PULGAR

Ha muerto hace escasos días y me sorprende leer las precarias noticias que de ella se dan en los diarios. Unas notas se suceden como fotocopia de las otras; todas ellas insisten en el mismo aspecto: la biografía de Adrienne Rich aparece marcada por su ruptura matrimonial en los 70 —tras unos cuantos años casada con un brillante economista de Harvard y tres hijos— y por su convivencia, hasta el día de su fallecimiento, con quien fue su editora y compañera en el oficio de trenzar poemas. En segundo término, la escritora de Baltimore queda perfilada como activista en causas no solo feministas, sino también antibelicistas y antirracistas: una superdotada de los -istas. Con esto ya tenemos completado el doble retrato de la poeta: lesbiana y social. O sea: un tostón, por no utilizar un aumentativo del órgano femenino por antonomasia, término que algunos denostarían como muestra ejemplar de lenguaje sexista. 
Han pasado muchos años desde que Debord definiera las pautas de la nueva sociedad del espectáculo que comienza a tomar cada vez con más fiereza las riendas de nuestras vivencias culturales; una sociedad en que el espectador cultural es pasivo y se deja seducir por la papilla que le introducen en la boca, sin tener que molestarse en masticarla. Han pasado otros cuantos años, también, desde que Manzoni se decidiera a etiquetar su mierda en lata, como grosera llamada de atención hacia la exaltación de lo banal y la simplificación de los conceptos más complejos. Han pasado muchos años desde estas cosas y otras similares, pero lo cierto es que nuestra sociedad se sigue empeñando en subrayar los aspectos más absurdos y amarillistas de la existencia y del arte, en etiquetar lo que en realidad requeriría un esfuerzo intelectual que no se está dispuesto a realizar, ni mucho menos a alentar que lo hagan otros. Así que no: no hemos visto recogidos en la prensa los poemas de Adrienne Rich, la lesbiana poeta social. 
Y qué lástima. La poeta norteamericana ha definido con palabras precisas algo tan universal y tan íntimo a la vez como es el desconcierto y la contradicción del ser humano, con independencia de su sexo e ideología política: la contradicción del amante que para amar ha de hablar con palabras a menudo invasoras («El lenguaje del opresor: / ese es el poder del opresor. / Y sin embargo, lo necesito para hablarte»), la contradicción de no saber todo lo que sabemos certeramente por los libros («Lo que sucede entre nosotros / ha sucedido durante siglos / lo sabemos por la literatura / [...] / nadie sabe lo que puede suceder / aunque los libros lo digan todo / quema los textos dijo Artaud»), la contradicción de la mujer que percibe la inutilidad de su vida convencional («Tu mente ahora, / desmoronándose como una tarta nupcial,/ cargada de experiencias inútiles, rica / en sospechas, rumores, fantasías, / rompiéndose bajo el filo del cuchillo de la realidad. En la plenitud de tu vida. / Excitada, colérica, tu hija seca las cucharas, / crece de otra forma»), la contradicción de la mujer atacada por su propia feminidad («Una mujer que piensa duerme con monstruos. / Se convierte en el pico que la agarra. / Y la Naturaleza, ese arcón de tempora y mores, / con tapas alabeadas, todavía útil, / se atiborra con todo ello: las mohosas flores de naranjo, / las píldoras femeninas, los tremendos senos / de Boadicea bajo lisas cabezas de zorro y orquídeas. / A través del cristal tallado y la mayólica / oigo gritar a dos atractivas mujeres, enzarzadas en una discusión, / las dos orgullosas, agudas, sutiles, / como Furias arrinconadas lejos de su presa: el discurso ad feminam, te clavo / todos los viejos cuchillos que se han oxidado en mi espalda, / ma semblable, ma soeur), la contradicción de nuestros mitos culturales («Sueño que soy la muerte de Orfeo. / [...] / Soy una mujer en la plenitud de la vida / que conduce a su poeta muerto en un Rolls-Royce negro / por un paisaje de crepúsculo y espinas. / Una mujer con una cierta misión / que la dejará intacta si se obedece al pie de la letra. / Una mujer con los nervios de una pantera / una mujer con contactos entre los ángeles del infierno. / Una mujer comprometida con la lucidez / que ve a su poeta muerto aprendiendo a caminar hacia atrás, contra el viento, por el lado equivocado del espejo»), la contradicción del lenguaje desestructurado que nos consuela de lo metódico de la miseria («la fractura del orden / el remiendo del discurso / para superar este sufrimiento»). 
Adrienne Rich templa un sutil equilibrio entre un lenguaje accesible pero nunca casual, entre la cita encubierta pero reconocible para el lector culto, entre una estructuración aparentemente sencilla pero perfectamente articulada, entre la prosa pero el verso entrelazados, entre la naturalidad de su flujo cultural pero la exquisitez de sus hallazgos, entre la potencia de sus imágenes pero su delicadeza tantas veces asociada a gestos alígeros, entre lo solemne pero cotidiano, entre la música pero la palabra, entre la poetización de la realidad pero el poema que debe sobreponerse al impacto de lo real. A todo esto se añade que, bien lejos de las interesadas pretensiones de clasificación de la escritura poética practicadas por los gurús de la crítica literaria —interesadas pretensiones que se acentúan más, si cabe, cuando se trata de calibrar la poesía escrita por mujeres—, la obra de Adrienne Rich no es solo apta para un público limitado a mujeres histéricas, inmigrantes marginados y veteranos de la Guerra del Vietnam, sino que también puede alcanzar el horizonte intelectual de hombres histéricos, inmigrantes integrados y personas atentas a los conflictos de la contemporaneidad. Lectores, todos ellos, a salvo de la homogeneización (in)cultural que es norma en la alienada sociedad de nuestros días; lectores audaces que no temen —por usar una imagen bien bella y particular de Adrienne Rich— encender la cerilla temblorosa de la vida y dejarla arder hasta quemarse la uña del pulgar.