ESTEBAN EN SU ESTUDIO

En el triste día de la muerte de Esteban de la Foz
Cuando lo conocí estaba inmerso en una de sus pasiones, escuchando a Shostakovich, ese inquietante concierto para violín número 1 que explora la tensión creadora y sus fracturas. Luego supe que en su estudio Shostakovich era un invitado habitual, que en realidad en su estudio nunca faltaba la música, igual que nunca faltaba la buena conversación sobre poesía o sobre el último ensayo que acababa de leer o sobre unas notas que había tomado en un papel cualquiera, por supuesto reutilizadísimo, al hilo de no sé qué lectura.
El estudio de Esteban de la Foz era modesto como el propio Esteban, estaba relativamente cerca de la Universidad pero a prudencial distancia, y no gozaba de esos ventanales con vistas –a veces buhardillas– de que otros pintores presumen o dicen necesitar. El estudio de Esteban ocupaba un local a ras de suelo en el que lo importante estaba dentro y no fuera. El estudio de Esteban era el cruento campo de batalla de un poeta del arte, con pinceles, lienzos y manchas de pintura por todas partes (hasta en los picaportes de las puertas), era el espacio de un pintor con mayúsculas al que sólo preocupaba cada tela que abordaba, el espacio de un artista que prescindía de todo lo superfluo, de todo aquello que le distraía de la mirada estremecida, sagaz e intensa de las cosas.
Cuando conocí a Esteban fui a decirle que quería que formara parte del stand de ARCO que en 2004 comisariaba para el Gobierno de Cantabria. Mi elección le sorprendió, tanto como sorprendió -e incluso indignó- a algunos por entonces -algunos directores de museo que ahora se cuelgan la medalla de haber apreciado siempre su arte por encima de todas las cosas. Pero mi elección no era arbitraria, sino que estaba fundamentada en el reconocimiento a la revolución que Esteban de la Foz había introducido en la pintura de Cantabria, que en sus manos había sabido trascender lo meramente provinciano para integrarse en una visión universal. Ni más ni menos. Algo que, por otra parte, ya supo intuir Manuel Arce allá por el 54, en la añorada Galería Sur. Ante mi propuesta, la pipa de Esteban de la Foz, su pipa inseparable, se quedó suspendida en la comisura de sus labios. Me respondió que él no estaba en los circuitos habituales, que no era un pintor de moda. En efecto, hacía bastantes años que Esteban no exponía en Santander, que se había convertido –para su satisfacción– en una suerte de pintor casi secreto. Me pidió tiempo para pensarlo y yo me marché dejándole uno de mis libros de poesía.
Al cabo de unos días llamé a Esteban para conocer su respuesta, y me pidió que pasase por su estudio para hablar de mi libro. Cuando llegué, la música seguía presente y Esteban me alargó el poemario con anotaciones y subrayados. Había también otros libros encima de una mesa baja, evidentemente muy usados. Me contó sus impresiones acerca de mis poemas y charlamos acerca de otros poetas. Recuerdo que también hablamos de los Estilos radicales de Susan Sontag, una serie de ensayos que a él le gustaban mucho por las observaciones que proponía la neoyorquina sobre el arte o sobre Cioran. Luego me señaló, colgada en la pared, una fotografía preciosa, un poco antigua y casi cinematográfica, de Manuela, su esposa. Cuando ya estaba a punto de irme, Esteban me dijo que sí, que estaría conmigo en ARCO.
Algún tiempo después, Esteban me mostró el impresionante lienzo de 3 metros por 2, un lienzo en azules y grises pleno de diálogos. Y es que la mirada pictórica de Esteban de la Foz es una mirada profundamente lingüística, un conglomerado de registros que van desde el color y la forma hasta los signos articulados más complejos (como cuando Richter decía “esto es un río” a partir de unas aparentemente informes manchas de color). Cuando me encontré ante el cuadro por primera vez, pensé en el descenso del Dante a los infiernos, en esa especie de contraviaje que supone la esplendorosa oscuridad de la aventura del italiano, como la esplendorosa oscuridad de la temeraria pintura de Esteban. Así se lo dije, y él asintió, y me comentó que su cuadro bien podía encarnar un descenso a una suerte de infierno marino. Ya en Madrid, la tela, en un túnel de paredes de un blanco inmaculado –como Esteban lo quiso, como blancas quería él todas las cosas–, resultó espectacular, de un magnetismo que a nadie dejaba indiferente.
A la vuelta, como si nada hubiese ocurrido, Esteban regresó discretamente a su estudio, a su pintura, a una serie de cuadros de pequeño formato en la que estaba ocupado antes de ARCO. Cuando Esteban trabajaba, la pintura era el mundo. Y, sin embargo, cuando hablaba su atención la acaparaba la filosofía, la literatura, la música. Lo mismo en su casa hospitalaria que en su estudio, Esteban de la Foz era un adicto a la conversación, a la exploración de todos los lenguajes. Lo que no podía sino reflejarse en su arte, delicadamente intelectual, analítico y, sobre todo, dialógico.
Allí sigue hoy hablando, pintando, investigando, Esteban, en su estudio, para siempre.

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